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Encuentro.

Hoy es uno de los días más felices de mi vida. Tuve un avistamiento único.

Iba caminando y de repente escuché un sonido que de inmediato mis vibrizas reconocieron como las pisadas de un mamífero más grande que la ardilla, que no están ustedes para saberlo, ni yo para contarlo, pero siempre, siempre, está ahí observando al otro lado del camino cuando paso.
Vi una especie de prolongación de la raíz de un árbol que me pareció lo único sospechoso en el escenario del paisaje. Traté de ajustar la visión, que ya está cansada por los años. Tardé un poco en encontrar la forma pero fue apareciendo. Como en estos dibujos donde hay una figura mimetizada y sólo después de un rato las ve uno.

Era un grisón (Galictis vittata). Nos vimos fijamente un rato, mi emoción fue creciendo por segundo. Pensé que se me escuchaba la felicidad y logré decirle con voz muy bajita: ”¡Buen día Grisón!, es usted realmente muy hermoso”.

Como buen tejón bióloga de campo que soy jejejje, me quedé estática observándolo. Pronto, él decidió que no le gustaba mucho la presencia de un prociónido y mejor subió la cumbre hacia el lado opuesto. Lo seguí con la vista hasta que desapreció.

Ahí me quedé sintiendo lo fuerte que se siente la felicidad cuando se siente fuerte. Agradecí al día por poder ver a esa maravillosa criarura. Por poderlo acariciar con la mirada tantos inmensos segundos.
Pero me quedé preocupada porque de ese lado hay algunas casas y seguí estática un buen rato. De pronto, lo vi de nuevo a lo lejos cruzando la calle hacia el bosque. Vi su figura aerodinámica, típica de los mustélidos, como la del hurón o la del armiño. Pasó flotando como olas del mar deslizándose suavemente mientras corría.

El color de un grisón es como una obra de arte: blanco entrecano en la cabeza y se va difuminando hasta un color gris oscuro en la cola. De la mitad inferior, o sea, del vientre, es todo negro. El color del lomo y del vientre se delimitan por una cinta blanca que adorna la cabeza desde la frente hasta antes de las patas traseras.

El grisón es un animal que vive en el sotobosque (en el suelo del bosque). Se camufla ahí con la vegetación, como hoy pude comprobar por segunda vez en esta zona del bosque de Veracruz. Se alimenta de aves, ranas, mamíferos y reptiles. Así es, le encaja el colmillo a la carne, pues. Además son súper buenos nadadores y pescan subacuaticamente con una habilidad impresionante.
¿Que cómo lo sé? Porque un día vi uno con mis propios ojos. Se zambullía en una cubeta con la felicidad y entusiasmo que nunca nadie superará. Lo hacía una y otra vez, luego salía corriendo y daba vueltas sobre su propio eje emocionado haciendo ruido con las patas mojadas en el piso para después echarse como bomba explosiva de nuevo en la cubeta salpicando absolutamente todo.
Esto lo vi mientras mi hermana Marie, quien había rescatado a ese grisón, cursaba por una crisis. Pero lo interesante aquí es que noté cierta similitud, porque cuando Marie está feliz, hace más o menos lo mismo, con el mismo entusiasmo. Desde ese día, supe que Marie es un grisón hecho y derecho.

Normalmente los grisones son crepusculares, pero hoy lo vi a medio día. El hambre es el hambre.
Me sentí tan afortunada que les hice una infotejonografía porque dice Earl Nightinale que para ser triunfador, hay que ofrecer un servicio a la comunidad. Y yo creo que la comunidad de grisones y vida silvestre merece ser entendida por los humanos urgentemente dado que es una especie amenazada y se ha tratado de protegerlos con la Norma Oficial Mexicana (NOM-059-SEMARNAT-2001) sin éxito: la mayoría de los avistamientos son de atropellamientos y cacerías.

Aquí dejo mi aportación. No duden en corregir cualquier falacia a discreción, acuérdense que los tejones tenemos la nariz larga porque es de buena educación decir ciertas mentiritas inocentes o convenientes. Pero el mastozoólogo Rodrigo A. Medellín no me dejará hacerlo.

Por cierto que el dibujo de hasta abajo, y otros, los pueden encontrar en el libro de filosofía silvestre: “Diálogos silvestres” de Jaime Brash Espinosa y una servidora, Ana Vini, en Amazon.

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Narrativas.

Una torta de patatas, la estaba preparando mientras cursaba una terrible crisis de los cincuenta y dos, sabiendo con certeza que no iba a salir bien. Hasta había un cierto goce, una intención serendípica que haría culminar en el victimismo y la evidente injusticia universal que tiene la virtud de arruinar cada cosa del día. Ahí entonces, tendría la razón. Mi narrativa se comprobaría con los hechos. Y yo comprobaría que estoy en lo cierto.

Y sí, la torta iba como la crisis. La cebolla se extra doró y el botecito de romero se vertió en el cuenco donde batía el huevo. El huevo salió volando en la maniobra de voltear la tortilla. El escenario era un nicho perfecto para entrar en catarsis. La narrativa de mi propia miseria pestilente, se estaba haciendo realidad, hasta que probé esa revoltura amorfa de huevo. Resultó profundamente decepcionante, estaba delicioso, de hecho; y la cebolla estaba crujiente. Además, Bromelio, el perro ése, se comió los pedazos de huevo del piso.

 Seguramente a la mujer de las Palmas no le importaba si se le desparramaba el huevo de la cazuela en donde probablemente cocinaba. Y tampoco sufría de crisis de los cincuenta y dos, porque murió a los cuarenta, aproximadamente con un montón de actividades que resolver. Ella tenía que salir a cazar las gallinas y sus huevos en un campo repleto de peligros e incertidumbre. O, con suerte, cazaría un gonfoterio; luego, hacer fuego y encontrar una cueva. También, cuidar que no se apagara la antorcha mientras caminaba por los laberintos de la cueva y cuidar de no darse en el dedo chiquito del pie con una estalagmita, o en la cabeza con la estalactita. Y había que resolver el problemita del tigre dientes de sable: que no siguiera el olor y los sorprendiera para comerse las gallinas, el huevo, el gonfoterio y al clan. 

 Carmen, sí debe tener crisis existenciales, pero han de ser poquitísimas por el poco tiempo en que su cerebro está aburrido y la torture haciendo berrinchetas con el fin de salir a divertirse y hacer cosas. Su misión es: diseñar un plan, revisar el equipo de buceo, el mapa de la cueva, organizarse con el equipo de arqueología subacuática y llegar nadando con delicadeza para no levantar sedimento hasta donde, la mujer de las Palmas y ella, se dirán infinidad de cosas. La vida de Carmen depende del aire de reserva y el tiempo que dure en el tanque de buceo. Muy pocos minutos para lograr hacer algo cada buceo. Al día siguiente tiene unos minutos de nuevo, mientras que los restos de la mujer de las Palmas, yacen pacientes en la profundidad y oscuridad de la cueva inundada que en el Pleistoceno estaba seca. Hay que sacarla de esa cueva, sin que se desmorone como polvorón. No sin antes tomarle fotos donde hay datos de su muerte y el rito mortuorio que quedó manifestado en la posición en la que yace, además de los objetos desperdigados junto a ella y que dejaron registro de sus actividades en esa lejana era. Tal vez un carbón donde preparó su paleo-huevo; o algún hueso de animal prehistórico con marcas de corte por algún utensilio afilado. Ahí están ambas, conversando. Dos mujeres con una vida entera de datos y de una narrativa de vida que se aleja del victimismo y se acerca al “estoy haciendo”. Ambas, cuya vida en ese instante han coincidido en la misma ubicación de la cueva. Una que yace en muerte, en la paleo muerte, con trece mil años de antigüedad y que vivía específicamente lo que el instinto le dictaba. Y la otra, actual, preparada y con autoridad en su rubro, que vive la cultura enciclopédica a un dígito de cercanía, además de mucha tecnología y civilidad. Pero que, en esta época, debe reprimir el instinto y la libertad de pulular sin brassiere. 

Me comí la mitad del huevo y he decidido, salir a distraer mi cerebro berrinchudo, cambiar mi narrativa y ser como Carmen.

Valorización desvalorizante

Me repatea que siempre se atienda al «valor» de las personas como unidad de medida de aceptación. El valor es un una medida de importancia que pone precio a una persona en función de los estándares culturales, externos, del escrutinio público. Los que no tuvieron la fortuna de: crecer en una familia funcional, tener escuela, tener un sistema de salud publica adecuada y demás, automáticamente quedan en desventaja. No deja de ser una táctica de mercado. Pienso que al crear una escala de valores, automáticamente se crea una escala de desvalorización. Mientras más se valora a una persona, más se desvaloriza a otras.

El valor se puede usar como arma punzocortante cuando un meritócrata se coloca invariablemente en el parámetro más alto de todos los valores existentes para descalificar al resto del mundo.

Perdí mucho tiempo de mi vida tratando de alcanzar valores, tratando de ser valorada y valiosa. Pero es una meta inalcanzable y truculenta que cansa y enferma. Si no los tenía, me los inventaba para calificar en el mercado social.

En cambio las virtudes son cualidades intrínsecas. Uno reconoce sus virtudes y estas son una fuente de motivación para desarrollarse sin ser parámetro de nada. Yo tengo la virtud del olfato, pero eso no me hace sentirme con valía, sino simplemente motivada a oler cualquier flor que se me pone en frente y estar en eso un buen rato, así se vea extraño tener la cabeza metida en un arbusto del bosque.

Y las virtudes no crean una escala de valor con un opuesto descalificante, porque la virtud es única en cada persona. Es la suma de los eventos de su desarrollo histórico individual y su genética. No dejan rastro negativo en quien no los tiene. Uno puede perfectamente vivir sin lograr tocar el violín y no pasa nada.

Orquídea.

Mientras Orquídea ronroneaba en mi regazo, pensaba en mi vehículo amarillo averiado del motor, lo caro que me iba a salir, una semana en un taller del que no tengo referencias y un garrafón vacío en la casa de la selva, cuando se me acercó un niño como de diez años, de piel morena, lentes redondos y con una serenidad evidente. Muy serio e interesado en que lo viera me preguntó en su idioma que si hablaba en portugués, le dije que no, pero que le había entendido y que seguramente él me entendería también.
Tuve la misma sensación de ternura que cuando leí El Principito, era un niño que busca vincularse genuina y amorosamente con el mundo. Reclamó dulcemente toda la atención. Me preguntó con una voz absolutamente suave si el gatito era «salvaje», entendí que quería decir «agresivo» y le dije que no, que la podía acariciar con confianza. Los papás lo llamaban repetidamente mientras se alejaban, pero él no hizo el más mínimo gesto de que les estuviera prestando atención, estaba absorto con Orquídea y en las inevitables ganas de aproximarse a ella. Era evidente que necesitaba acariciarla porque ese impulso surgió de ese amor que nada tiene que ver con la necesidad de pertenencia, como el de un biólogo en el bosque. Y en vez de notar la cortada en la orejita de Orquídea, me preguntó que qué era esa mancha que tenía en el ojo. Le contesté que un lunar y le enseñé uno mío del brazo para que me entendiera.
Luego de lograr acariciarla con una delicadeza y respeto absolutamente sorprendente, se detuvo frente a mi a despedirse. No sé en qué momento vio mi gafete, pero dijo mi nombre buscando mi mirada, se despedía en serio, frontal, con gratitud. Es la primera vez que me pasa y que suena dulce mi nombre.
Éste Principito se llama Eric. He visto cientos de niños queriendo tocar a orquídea para tenerla, pero Eric sólo necesitaba comunicar su cariño. Regresé sonriendo y noté con claridad que mi vehículo amarillo averiado no estaba, definitivamente, en medio del desierto.

El árbol de aguacate.

EL AGUACATE DE JUNTO.

Hay un árbol cundido de aguacates que es del vecino y cuyas ramas llegan hasta mi ventana. Vi durante semanas cómo los pequeños aguacates crecían con lentitud hasta que alcanzaron a estar enormes, lustrosos y en su punto. Animada, estuve preparando meticulosamente el momento adecuado para hurtar unos cuantos. Había algunos puntos importantes a considerar: 1. que no estuviera el vecino, aunque él no vive ahí, sólo su mamá que debido a la pandemia se la tuvieron que llevar para que no estuviera sola. Pero él siempre viene en las mañanas a alimentar y limpiar a los pollos y luego se va. 2. Atarme con una cuerda para no caer desde el cuarto piso de mi depa y 3. tener un artefacto largo arrancador de aguacates que construí con dos palos de escoba unidos vigorosamente con cinta plateada para alcanzar una longitud suficiente hasta las ramas más distantes. El aguacate tiene que caer en un cuenco que hice con una botella usada pegada al extremo del palo. La sabia vecina, Luisita, que tiene un gusto especial por ser cómplice de mis fechorías porque son redimibles con un mínimo de rezos, casi imperceptibles ante el ojo ocupado de “El Señor”, mencionó que la luna recia era fundamental para cosechar aguacates. Y ya faltaba poco para la luna recia.

Esperé paciente minuto a minuto hasta que el día llegó. Los aguacates estaban explotando de vigor y tenía el artefacto preparado. Era el día de la  cacería desde la ventana, el árbol se sacudía cada vez que arrancaba uno y mi adrenalina estaba intoxicándome de energía. Al llegar a la presa número diecinueve me di cuenta que el vecino estaba abajo observando fijamente el acto delictivo con una tranquilidad realmente asombrosa. Y es que, sabía perfectamente que no podía huir de mi propio departamento y él tenía en ese momento perfectamente bien definido el perfil del criminal, si no es que fotos y videos de alta calidad, además del arma letal y el MO (modus operandi). Creo que estuve unos diez minutos de pechotierra en pánico, escondida tras mi ventana como tejón disecado. Vi mi futuro claro, prisionera en la cárcel del hermoso pueblito de Fortín de las Flores, rodeada de asesinos seriales cubiertos hasta vómer de tatuajes morbosos. La Roba Aguacates, dirían los periódicos locales y los mil habitantes de la zona me reconocerían y señalarían al pasar contando que de joven, robaba aguacates, y dirían que ya los sospechaban desde un principio.

Muerta de vergüenza junté los aguacates haciendo consciente, en cada uno, el ascendente número de culpas a redimir que había acumulado ese día, y lo delicioso que es para un tejón, el maldito hurto. Tomé valor y corrí a encarar al vecino y entregarle la mercancía. El discurso fue perfecto: “Vecino, mire lo que le corté, son para usted. Desde mi ventana quedan a la pata y pensé en darles a usted y a su mamacita la sorpresa”. El vecino, que es muy amable, me dijo riendo a carcajada que de ninguna manera aceptaría los aguacates. “¡Tengo toneladas! repártalos entre los vecinos de su edifico, por favor”. Y, bueno, así es que repartí los aguacates… bueno, sólo a las Luisas, haciendo honor a la verdad, y los otros, todos, me los comí todos ya sin culpa ni remordimiento.

El chicozapote

Ayer por la tarde me senté a tomar el café con el árbol de Chicozapote. Ha estado muy ocupado produciendo frutos para lograr tirar muchos en esta temporada. Algunos chicozapotes se los han comido los monos araña, otros los tejones y tlacuaches. Muchos ya están en el piso y los murciélagos han estado esparciendo los huesos en la selva, otros se los da a las mariposas para que beban su jugo.
Largas conversaciones y mucho cariño. Al final lo abracé, limpie su contrafuerte y acicalé la bromelia que acurruca en medio de la división de su tronco y él me colocó una hoja en la cabeza. 

Donación de sangre.

¡Qué malditamente complicado es donar sangre! Tiene uno que llegar a las 7:00 am y esperar y esperar, y esperar horas, sentir cómo se va uno auto digiriendo, se baja la presión y el azúcar lentamente, hace frío, dan las nueve y las diez, escucho un chirrido agudo en mi cabeza, estoy a punto de caer cuando, por fin, sale un enfermero a decir que mejor nos vayamos todos los donadores a tomar un jugo de naranja al changarro de enfrente. Nos arrastramos por el suelo del hospital una banda como de diez donadores autoconsumidos casi por completo, y ya sin fuerzas logramos cruzar la calle del hospital a los puestos de enfrente que humean olores que en otra ocasión identificaríamos certeramente como de alimentos rancios cocinados con manteca recalentada. Llegamos al local, pero ya no hay jugo. Hay que arrastrarnos frente al puesto de tacos de carnitas y la quesadillería controlando voluntariamente los efectos del síndrome de abstinencia como el babeo. Veo famélica cómo un sujeto muerde una suculenta torta de milanesa que desborda jitomates y queso grasoso de los lados. Por fin llego a la siguiente fuente de sodas y alzo mi patita para pedir un jugo, pero tampoco hay, así que pido un agua de mango por piedad. Me dan un enorme vaso y por fin siento que mi sistema resucita. Siento que lo voy a lograr como un triatlonista a punto de llegar a la meta y regreso al epicentro de la hemosucción. Me llaman por fin, fui la primera del grupo de zombis, me siento orgullosamente seleccionada por el jurado y pienso en un generoso aplauso del público mientras camino hacia el cubículo de donación, pero son alucinaciones como el de la isla paradisíaca que ven los náufragos. Me sientan frente a un escritorio donde el médico me hace una entrevista y me preguntan cosas que normalmente le contaría a mi mejor amiga únicamente con una botella de tequila de por medio. pero aquí lo tengo que soltar todo con valor y frente a un grupo ni remotamente selecto de espectadores que esperan con morbo escucharlo todo. Todo bien, el momento vampírico se acerca hasta que la química farmacóloga sospecha que bajo este pelaje hirsuto hay un tejón bajo en peso. Me pesan, me miden y no, no da: “gracias por concursar”. Todo el maldito día perdido. Pero me dieron un plátano, el mejor de la historia de la humanidad que fue apreciado y agradecido con todo mi poder. 

El alacrán, Frenesí.

Por Ana Vini.

Yo tengo a Frenesí en casa. Es un alacrán muy apuesto y le gusta hacer vibrar seximente a las chicas para colocarlas en su espermatóforo. Además cuida mi casa por las noches. Cuida mi sueño y no deja que nadie se quede más allá del ocaso. Expone su negrura lustrosa con todo su esplendor contrastando con la pared blanca y sus enormes tenazas al frente. Una vez organizó  una fiesta, invitó a muchos alacranes y uno se me trepó en la pierna. Pero no me pico, supongo que estaba ebrio y me confundió con un tronco del bajareque.

Pero Frenesí es bellísimo y lo quiero. 

CUATRO CONSEJOS PARA VIVIR EN ARMONÍA CON LA NATURALEZA

Por Ana Vini.

Mi nombre es Fermín y vivo en un parque natural desde que era un coatí cachorro, en el sendero de la selva. Mi mamá construyó un nido en las ramas altas de un chicozapote junto al cenote porque ahí quedaba muy ceca de la manda de jabalíes que siempre dejan boronas de comida.

Los animales de la fauna silvestre no hemos sido domesticados por el ser humano: nuestra vida es guiada por el instinto que la evolución ha imprimido en nuestros genes. Somos perfectos e importantes en la naturaleza, tan es así, que la perfección que existe entre la fauna silvestre y la flora de Quintana Roo, creó uno de los lugares más hermosos de la tierra: todo, hasta el color turquesa del mar es resultado del equilibrio de diversidad, de vida y muerte, donde hay manglares, selva, mar, playas, cielo, temperaturas, humedad y sombra.

Cada elemento de este lugar es importante, la península y sus hábitat son un gran ser viviente, latente, con cualidad de nobleza, que respira y exhala, que siente y que se comunica por medio de la belleza, del color, de la densidad de la fronda, de la brisa por encima del dosel, de los olores de orquídeas y zorrillos, en cada flor y en cada insecto hay una exhibición de vida que ha aprendido durante la evolución de la vida misma a estar en perfecta armonía en este nicho que es el planeta.


Después de un profundo ejercicio de razonamiento y algunas tortillas que hurté de la tortillería, logré hacer una lista de recomendaciones para que los seres humanos logren una convivencia apropiada con nosotros los silvestres, ya sea como turistas o como vecinos de nuestras selvas.


1.- LIBERTAD.

Nuestra forma de vivir es muy diferente a la de las personas; inclusive entre nosotros, cada especie tiene sus costumbres y sus instintos. Nosotros los coatíes por ejemplo, de pequeños somos adorables, nos divertimos, reímos y jugamos, pero de grandes nos gusta morder y hurtar. Nuestros dientes son muy filosos y nuestra costumbre del diario es trepar, escarbar, hacer surcos en la tierra con nuestras garras gigantes y con la nariz, para detectar cualquier deliciosa larva de escarabajo o lombriz que pudiera estar por ahí enterrada. Sobre todo, nos gusta hacer crujir los caracoles.

Pero como mascotas, perdemos toda nuestra motivación, perdemos el placer de andar kilómetros en manada jugando, brincando de bejuco en bejuco; hacer acrobacias en las lianas, perdemos los árboles, no podemos trepar ni arañar con las garras tan fantásticas que tenemos, ni hacer agujeros ni arrancar cortezas.

El encierro y la falta de nuestra familia y naturaleza silvestre y nos vuelve destructivos por la inquietud. Pero nosotros no lo hacemos por molestar, sino porque es nuestro instinto. En nuestra selva, arañar, arrancar corteza y escarbar beneficia, porque en realidad estamos limpiando a los árboles de insectos, estamos fertilizando con nuestras popós y estamos removiendo la tierra, quitándole hojarasca de encima: así los árboles se oxigenan y todo es más fértil y frondoso. 
Cuando las personas nos otorgan la libertad de ser y estar en nuestro medio, ellas aprenden algo muy importante: la libertad para sí mismos, la práctica de no necesitar, tener o poseer más que belleza y bienestar: eso los convierte en seres libres, como nosotros.


2.- CONTEMPLAR.

La contemplación es un acto de despertar los sentidos y la naturaleza es el escenario perfecto. Como fauna silvestre somos perfectos para ser contemplados, nos comunicamos por sonidos, por actitudes, nos damos cariño, nos advertimos del peligro. Muchas veces convivimos diferentes especies por alguna razón benéfica para ambos y también tenemos códigos de alarma. Berenjeno el sereque, por ejemplo, es muy nervioso y, si se asusta, eriza las púas de su trasero como erizo de mar y huye de un brinco en un santiamén.

También nos comunicamos por los olores, y hay olores muy potentes como el de los pecaríes de collar; cualquier miembro de la selva sabe por donde pasó un pecarí, aunque nadie le gana a la chinche apestosa. Bueno, hasta las tortugas se comunican, pero habrá que observarlas muy atentamente para saber qué se dicen. 


3.- NO TOCAR.

A nosotros nos encanta que nos vean porque por algo somos tan bonitos, mira ese saco tan elegante del tamandúa o la bellísima cabeza blanca de un Viejo de Monte, o el increíble mimetismo de un insecto palo; aunque nadie ha llegado a superar el color rosa del Flamingo. Muchos hacemos algunos trucos silvestres para el amable espectador, pero para convivir con nosotros es preciso que no tengamos contacto, no nos toques; somos asustadizos, aunque muchas veces las personas no lo notan porque no podemos expresarlo con nuestro rostro.

Pero lo principal, es que no estamos acostumbrados a los productos químicos que usan las personas, los bloqueadores, repelentes y cremas, nos pueden afectar y causar enfermedades. Así como nuestras garrapatas y mordidas pueden causar infecciones y enfermedades en las personas. 


4.- LIMPIEZA.

Los animales silvestres somos muy limpiecitos, tanto que nunca verás una selva, sin humanos, sucia. La naturaleza regula nuestra población dependiendo del alimento disponible y número de animales de cada especie, y los animales que mueren, son alimento de otros. Nosotros no sabemos de plásticos ni de productos que usa el ser humano. Las tortugas, por ejemplo, confunden los plásticos con medusas y muchas veces mueren por asfixia. Por eso es importante que mantengan nuestro entorno limpio, incluyendo de químicos dañinos.


Así, entonces, para convivir con fauna silvestre, el turista o el poblador humano, tiene que aprender acerca de la empatía, siempre tener presente estas reglas de respeto: Libertad, contemplación, distancia y limpieza. De esta forma, se logra lo que todos los miembros de este planeta que tenemos la cualidad de la vida queremos alcanzar: el bienestar.